lunes, 20 de julio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 6. Final.

Arley yo estábamos convencidos de que esa noche nos iban a matar.

Habíamos superado el miedo a las tormentas, habíamos cruzado el río Minero en medio de la noche bajo un fuerte aguacero y con una canoa a medio motor con la cámara y las luces cargadas al hombro. Los posibles fantasmas de Irene y de su hijo pasaron de ser un peligro invisible a un halo de esperanza que esperábamos que nos protegiera. Nuestro mayor miedo era Rigoberto, era saber que era un expresidiario que habíamos puesto de mal genio, que con su ojo único nos había mirado con desprecio pero con especial picardía a nuestros equipos, que jugaba en casa y nosotros no podríamos sobrevivir por más de 2 días en medio de la nada.

La luz de la linterna se volvió a presentar esa tercera noche, apuntaba al techo, al igual que la noche anterior, se quedaba quieta e indecisa sobre qué rumbo tomar. Se escuchaban pasos en medio del charco que se creaba cada noche en la parte trasera de la caseta. La lluvia no daba tregua y el dolor de cabeza de no haber dormido en 3 días me pedía un respiro que no le podía conceder. La angustia se acrecentaba cada noche: no es posible acostumbrarse a ese tipo de miedo. La incertidumbre, las ganas de gritar, la valentía que podía tornarse en exceso de osadía, la falta de fuerzas, las ansias de que se hiciera de día: todo se concentraba en un intenso pálpito que me metía en un bucle de desespero y me hacía preguntarme: "¿Yo por qué vine a grabar hasta aquí?, ¿realmente merecía la pena? Estoy poniendo mi vida y también la de Octavio o la de Arley en riesgo para hacer una crónica, ¿qué dirán si algo nos pasa?". Agarraba las sábanas con fuerza, para esa noche había aprendido a dejar el calzado cerca por si había que huir, la puerta estratégicamente bloqueada para darnos unos segundos de reacción si alguien intentaba abrirla y tanto la motosierra como la pistola seguían debajo de la cama, asegurándome de que alguien más pudiera hacer uso de las mismas. Pensaba en el machete de Rigoberto, pensaba en que hay gente a la que le mueve más una emoción que la lógica, en lo atractivo de nuestros equipos, en lo exótico de tenernos ahí: en sentirnos carne fresca en muchos sentidos.

De repente, y al lado izquierdo de mi cama escuché un grito profundo y agudo, como de un niño. Me incorporé de golpe, aturdida por una fuerte migraña (llevaba 3 noches sin dormir 2 horas seguidas). Tardé en reaccionar sobre dónde estaba, pensé que en qué momento me había vencido el sueño, pensé en Juan Diego, en el menor de 4 años brutalmente asesinado que gritaba al recibir el golpe de un machete, me imaginé un corte limpio en su cuello, me lo imaginé corriendo inútilmente mientras se desangraba. Estaba a punto de calzarme, de agitar a Arley y a Octavio para que despertaran antes de que alguna extraña figura se posara en la ventana. Ya no llovía pero todavía era de noche. El grito volvió a sonar exactamente igual: era un gallo y no gritaba, cacareaba. Eran poco más de las 4 de la mañana y animal le parecía conveniente que fuéramos empezando el día. Me dolía el pecho, alivié la tensión pero se agudizaba el dolor de mi cabeza, de mis ojos. "Nadie viene a matar cuando ya los gallos están despiertos", pensé. Aún así, no volví a dormir y salí para sentir el fresco de la mañana que extrañaría durante el resto del día. Me calcé con calma y usé la linterna: verifiqué que no había pisadas, no se sentía la presencia de nadie extraño. Empecé a pensar que era Arcilio quien hacía guardia en la noche, quise pensar que la viudez te deja eternamente insomne, porque el hecho de que Arcilio considerara necesario salvaguardarnos me preocupaba todavía más. La guardia solo se hace cuando existe amenaza.

Por fin era jueves, nuestro último día de grabación. Ese mediodía volveríamos a Cimitarra, a la civilización, a tener señal, a la seguridad de la habitación del hotel donde no habría machete de ningún Rigoberto que pudiera acceder. Hicimos unas últimas tomas: apoyos, pasos en cámara, repetir alguna frase, atardeceres que no podíamos desperdiciar... Imágenes que uno sabe que no van a salir en el programa pero necesita repetir o mejor, revivir. Porque una historia como estas no se narra, se siente, se vive y luego se explica como mejor se puede. Recogimos todos nuestros equipos, las sábanas llenas de hojas y algo de barrio, las botas ya sucias y regalamos a Arcilio el excedente de comida y la mejor de nuestros sonrisas. Arcilio había sido un excelente anfitrión y se disculpó por no tener un palacio en el que recibirnos. Nos bastó saber que esa noche dormiríamos en una puerta con candado y con aire acondicionado. 

Antes de emprender el camino hasta "la playa" donde nos esperaba la canoa, pedí a los muchachos que me dieran unos minutos. Volví al punto donde habían encontrado a Irene. Desde mi primer Rastro tenía una extraña costumbre, quizás morbosa, que no podía evitar: me ubicaba a solas donde habían matado al protagonista de la historia en este caso: en el caño. Pensé que el de Irene era un lugar agradable para morir: había cierta brisa, se escuchaba a los pájaros trinar, se respiraba mucha paz... pero dudo que ella hubiera tenido oportunidad de disfrutarlo dada la agonía: la tensión máxima en su cuerpo que la dejó con las piernas dobladas y en alto mientras Pedro la violaba, y perder la cabeza de cuajo es una forma egoísta de acabar con la vida de alguien porque no te permite siquiera tener unos segundos para despedirte de tu entorno. Levanté la vista y miré a los árboles: "esta fue la última imagen que vio Irene", pensé.  

Sentía miedo, pero también respeto y hasta tristeza de no haberla conocido, de que, como una sepulturera, Irene hubiera llegado a mi vida a través de su muerte.

Caí en la cuenta de cuántas historias contamos a partir de la muerte de alguien, de cómo debes conocer a una persona y presentarla a miles de personas por una televisión sin haberla visto nunca antes y sabiendo que jamás la verás. La crónica te obliga a nutrirte no solo del ambiente también de la comida que, en este caso, Irene comía, de "ser" ella por unas horas o días. Supongo que esa es la máxima expresión de empatía que te traslada a preguntas que pasan de ser inocuas a totalmente relevantes en tu vida. También frustrantes porque sabes que no tendrán respuesta: ¿también ella pasó miedo por las noches?, ¿también Arcilio paseaba con su linterna cuando ella dormía?, ¿también ella pensaba que por qué se había metido en este hueco? ¿era feliz aquí?, ¿cuántas veces compartiría junto a su mulo Canelo?, ¿cómo sonaría su voz entre las maderas llenas de agujeros de esa finca?, ¿era tolerante a este infernal calor?, ¿temía a las tormentas eléctricas?, ¿le enseñó ella a su hijo a cocinar con leña?, ¿estaba enamorada de Pedro?, ¿de Arcilio?, ¿cómo llegó hasta este caño?, ¿qué pensó antes de morir?, ¿sabía que iba a morir?

Arley y Octavio habían terminado de cargar todos los equipos en la canoa que no tardó en arrancar hacia la vereda La India, nuestra parada obligatoria para llegar a Cimitiarra. A pesar del ruido ensordecedor del motor, Arley y yo soltamos la tensión burlándonos de nosotros mismos, por tener miedo, por todo lo que queríamos contar a nuestros amigos y familiares, era una risa nerviosa, de alivio y triunfo que decía: "sobrevivimos".

Pero algo de nosotros quedó para siempre en la vereda Mata de Guadua, cuando grabamos no somos unos meros espectadores, pasamos a ser parte de la historia de ese lugar. No fuimos ajenos a ese lugar, a que el tiempo que ahí pasamos dimos que hablar a los moradores, a que pusimos nervioso a más de uno, a que Irene y su hijo quizás agradecieron (desde otro mundo) que contáramos su historia y que lo hiciéramos con cariño. Y es ese "algo" el que a pesar del terror tan grande que sufrimos, a veces hace que me den ganas de volver.

domingo, 12 de julio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 5.

Cuando Rigoberto llegó a la finca comenzó a hablar sin pedir permiso:

-"Yo ya le dije a ese muchacho, Pedro, que se iba a meter en problemas con esa mujer y le dije que contara toda la verdad, que dijera quién la mandó a matar y que él solo era el verdugo porque eso no lo hizo él solo, ¿sabe?..."

-"Don Rigoberto"- interrumpí- "¿será que me puede contar eso en cámara mejor?"

Arley aprovechó para colocarle el micrófono y ya la cámara estaba apuntando hacia él. Con Arley y Octavio habíamos aprendido que cuando aparece un personaje sorprendente, teníamos que alambrarlo rápidamente. Trabajaban con sutileza, como ladrones silenciosos, moviendo y cableando al personaje mientras yo lo atrapaba con la mirada, excesiva gesticulación y exagerando el acento extranjero mientras le embaucaba. El objetivo era no dejarle pensar.

Pero con Rigoberto, fue inútil.
-"¡No, no, no!"- dijo enfurecido-"... ¡yo no quiero saber nada de esto!", gritó mientras apartaba de un manotazo a Arley quedándole el cable del micrófono colgando. "Yo no quiero tener problemas de este tipo, yo solo quiero saber ustedes qué van a contar, ¿ya hablaron con Pedro?", preguntó. "Sí, señor, él mismo nos va a dar una entrevista", le expliqué en un intento de calmarlo y de convencerlo. "A mí no me interesa salir en televisión, yo solo vine a decirles que alguien le pidió a Pedro que matara a Irene, eso no fue porque él estuviera enamorado de ella" y sin despedirse, nos echó una mirada de desprecio con su ojo único y se marchó dando zancadas. No habíamos salido de nuestro asombro cuando él era apenas un punto en medio de la pradera. Subió la misma loma que subíamos para buscar señar de teléfono. Quedamos mudos y solo se sentía el calor de la tarde cayendo en nuestras caras sudorosas.

-"¿Qué le pasa a este señor?", pregunté dirigiendo la mirada a Arcilio. El viudo, que se veía más enclenque y diminuto que lo habitual me respondió sin quitarle la mirada. "Ese es un hombre que siempre carga machete", respondió. "¿Eso qué quiere decir?", volví a preguntar. Nadie respondió y la mujer que atendía la cocina en nuestra estadía, barría mirando al suelo y negando con la cabeza.

Arley y Octavio aún no habían recuperado el aliento tras la brusca reacción del hombre. "¿Qué pasa?, ¿qué significa que habló con Pedro?, ¿fue a verlo hasta Girón*?", pregunté curiosa y sin recibir respuesta. La cocinera miró por un hueco hacia la lejanía para asegurarse de que Rigoberto estuviera lejos, me miró fijamente y dijo con timidez "Rigoberto estuvo en la cárcel por picar a machete a la mujer, por eso es que se vio con Pedro" y sonó como un final de conversación.

Arley casi nunca se enfada, pero se sintió violentado por el gesto de Rigoberto. "Qué miedo ese señor", mustió asqueado. Yo pensaba en la teoría de que alguien mandó a matar a Irene y me quedé mirando a Arcilio. Él vio la preocupación en el rostro y se alejó de la caseta. Sabía que, no solo sus cuñadas, también su vecino y los mismos investigadores sospechaban de él pero tenía la conciencia tranquila y jamás dio ninguna explicación a eso o intentó justificarse. Caminó hacia el caño, dando alguna palmada al mulo Camelo que tenía por costumbre acercarse a quien atravesara su camino en bsusca de camino. Anduvo cabizbajo pero apresurado como si al llegar al hueco con el pequeño charco donde encontraron el cuerpo de Irene sin vida, pudiera conversar con ella para desahogar sus penas.

Alejado Arcilio la cocinera, más en confianza, dijo: "Yo creo que Arcilio no haría nunca eso, no fue un hombre violento y quería mucho a Irene. La quería de verdad. Este Rigoberto es que era muy amigo de Pedro y para mí, no es de fiar" y dejó caer el comentario aunque nadie la mirara cuando habló. "¿Dónde vive Rigoberto?", pregunté. "Ahí, justo detrás de la loma hacia la que se dirigía. Es el vecino más cercano que tenemos", detalló, sin que eso me diera tranquilidad alguna.

En ese momento, llegaron 3 desconocidos, ninguno menor de 50 años, hombres de campo, machete en mano, camisetas desgastadas y sudadas, barbas mal afeitadas y la tez bronceada por pasar altas horas junto al reflejo del río. "Buenas tardes, ¿Arcilio?", dijo uno de ellos. "Acaba de irse hacia el caño, ¿lo necesitan?", les atendí como si la finca fuera mía. "Nos dijo que había una gente de Caracol aquí con cámaras", dijo mientras echaba un ojo al interior de la caseta. Los invitamos a participar en unas recreaciones, ellos, con gusto, querían su segundo de fama y sentir que aportaban a la causa de su amigo Arcilio. Buscaron con ahínco ante las cámaras rememorando al detalle la búsqueda que durante horas hicieron con el corazón en la mano el día que Irene y su hijo habían desaparecido. "Yo busqué por estos matorrales y recuerdo que oí algo, pero era una culebra", recordaba uno de ellos.

Cuando llegó la noche, Arley, Octavio y yo extrañamos a los policías, justo ese día se habían marchado y nos quedaban 3 noches por delante en esa caseta que compartíamos con Arcilio, la cocinera y el mulo Canelo. La puerta de entrada era simbólica y las ventanas no tenían cristal: la casa llamaba a entrar a cualquiera y su soledad en medio de la vereda a que cualquier grito quedaría ahogado en medio de la noche.

Esa primera noche llovió con fuerza y pensé que la tormenta disuadiría a cualquier Rigoberto caminar hasta aquí entre el barro y los rayos. Esa noche apareció la misteriosa linterna, pero no sería la única vez que la veríamos. Faltaban 2 noches más para irnos de aquel lugar.




*En Girón se encuentra la cárcel de máxima seguridad donde Pedro paga su condena.

lunes, 29 de junio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 4

El corregimiento de La India quizá no tiene asfalto porque la sangre se limpia más fácil en la tierra.  La sangre de más de 500 personas que fueron asesinadas en el lugar (solamente entre los años 70 y 80), incluida Silvia Dussan, periodista de la BBC, a quien mataron en el epicentro de las 3 calles que tiene el corregimiento.

Violencia, sangre y paramilitarismo son palabras que le vienen a uno a la mente cuando le hablan de este lugar, en parte, por la ubicación estratégica, en parte por las esmeraldas que se encuentran en la zona.

El tránsito por La India era obligatorio para llegar hasta la vereda Mata de Guadua. En La India debíamos coger la canoa que nos llevaría hasta la casa de Arcilio. Eran las 11 de la mañana y con un retraso de más de 2 horas, esperábamos resignados a que arrancaran la canoa que se balanceaba sobre el río Minero en el "muelle" (que no era más que una estrecha calle que terminaba en un leve precipicio).

A la espera de que nos dieran luz verde para arrancar, insistí a Arley en que fuéramos a entrevistar a un personaje clave en la investigación del asesinato de Irene. "Vamos a buscar al hombre que llevó en moto al asesino el día en el que huyó", le dije. Asintió sin dudar y levantó la cámara del suelo donde grababa imágenes de la pobredumbre de aquel municipio donde más que vivir, se malvivía.

Alguien nos interrumpió el paso "disculpen, ¿son los periodistas de Caracol?". "Sí, ¿qué pasa?"pregunté, - me entendí mejor con los santandereanos siendo brusca. También es cierto que el hecho de ser mujer blanca, extranjera y proveniente de la capital me obliga a esconder cualquier señal de inocencia. "El señor Carranza quiere conocerlos", nos dijo el hombre que jamás se presentó.

Como si de un pueblo del medio oeste se tratara, nos llevaron a presentar a la casa de un curioso personaje que denominamos entre nosotros "el sheriff". Carranza, bigotudo y con un enorme sombrero blanco nos recibió en un opulento sofá de su casa. Tenía un aire acondicionado ¡'a todo trapo' que parecía sacado de contexto. Se puso en pie conforme subimos las escaleras y nos tendió la mano con fingida amabilidad. Le seguimos la cuerda. "¿Ustedes son los que van a grabar el crimen de la muchacha y el niño? Qué historia horripilante", dijo. "Sí, estábamos a punto de ir a buscar al motociclista que transportó al asesino aquél día, nos dijeron que estaba por fuera y no había llegado a la casa", le contesté con prisa. Carranza no era su apellido real pero decidió adoptarlo a raíz del famoso esmeraldero colombiano Víctor Carranza que, por esas mismas tierras, había protagonizado una sangrienta guerra por culpa de la piedra preciosa. "Miren, esto es zona de esmeraldas, aquí se vive muy bien y a las orillas del río salen piedras de estas... yo una vez conseguí una que valía 100 millones de pesos", alardeó y sacó una foto donde se mostraba un pedruzco brillante y verde que sostenía orgulloso con ambas manos y valorado, según él, en unos 30.000 euros.

Nos quedó claro que Carranza era el dueño del corregimiento y que debajo de ese demacrado lugar repleto de gatos hambrientos y con más moscas que habitantes, había dineros y armas invisibles ante los ojos de foráneos como nosotros. Nos fuimos con una sonrisa fingida en medio de una conversación que comprometía un encuentro que jamás sucederá. Nos entregó una tarjeta personalizada donde aparecía él con la enorme esmeralda, era la misma foto que minutos antes nos había mostrado.

Cuando conocimos a Rigoberto pensé en el "sheriff" Carranza. Pensé en que si debió advertirnos de este personaje que acabábamos de conocer y que, así como nosotros nos presentamos, pudo haber hecho un breve comentario sobre los personajes curiosos o "a tener en cuenta" en la zona. Porque hasta el mismo Arcilio temía al señor Rigoberto y a raíz de nuestro primer encuentro, se convirtió en nuestra peor pesadilla.

domingo, 21 de junio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 3.

No recuerdo un calor igual al que se sufre en la vereda Mata de Guadua: El agua de panela con limón (y mosquitos) que bebíamos se convertía rápidamente en sudor, el sofoco solo nos dejaba respirar aire caliente, la garganta permanecía seca y no había idea que fluyera con coherencia entre las 12 y las 3 de la tarde. 

Desde que los investigadores sugirieron que Arcilio tenía algo que ver con la muerte de su esposa Irene, no lo vi con los mismos ojos. Pero recordé que el día anterior a trasladarnos a la vereda nos encontramos en Cimitarra con las 5 hermanas de la difunta. Todas estaban celosas del protagonismo de Arcilio en la grabación y juraban que íbamos a pagarle varios millones al viudo por su testimonio. Con la malicia de malas cuñadas, intentaron envenenarme: "Él siempre tuvo interés en esa finca del primer esposo de Irene".

Irene fue precoz en contraer nupcias: lo hizo siendo menor de edad con un hombre de más de 50: Danilo* en otro municipio a varias horas de Cimitarra. Fruto de ese matrimonio nació Juan Sebastián, quien, huérfano a sus 9 años, estaba bajo la tutela de sus tías. Danilo* había muerto unos meses antes que Irene y también de forma vil (le cortaron la cabeza, igual que a ella). Aún se desconoce el autor y el motivo pero todos hablaban de la famosa finca de Danilo*. Aunque nadie había estado en el dichoso lugar, ni habían visto una foto: familiares, vecinos y hasta los investigadores todos alimentaban el imaginario de que que él era dueño de unas tierras que movían mucha plata. 

"Arcilio siempre le insistía a Irene que reclamara esa finca", me susurraba con malicia una de las hermanas cuyo exagerado estrabismo distraía tanto como la falta de dientes. La otra hermana, de marcado acento y peor genio, se molestaba de que la estrábica me diera tanta información - desde el primer momento se opuso a que grabáramos la historia-. "¿Y qué vamos a ganar nosotros con esto?", me preguntaba la malgeniada haciéndose la dolida por la muerte de una hermana de la que ni fotos tenía. "Nosotros no pagamos a nadie, la idea de hacer esta historia es poder recordarla y que se haga justicia", le expliqué con amabilidad. "Eso, eso, justicia. Ese tipo, Pedro, está pagando cárcel por un homicidio y no un feminicidio", respondió con complicidad. (En Colombia, el delito de feminicidio tiene una pena de cárcel mayor que un homicidio y no tiene opción de rebaja).

Las dos cuñadas detestaban a Arcilio pero no me costó trabajo convencerlas de que vinieran a la vereda con nosotros a grabar (querían ver si era cierto que íbamos a pagarle).A pesar de que harían el ambiente más hostil, me convenía darles el gusto de incluirlas en semejante travesía, solo para que Juan Sebastián pudiera venir con nosotros. Él no podía viajar solo y no había vuelto a Mata de Guadua desde que sucedieron los hechos, pero mi objetivo era arrancar la historia con él.

El día que mataron a Irene y a Juan Diego, Juan Sebastián se había ido muy temprano al colegio. El trayecto hasta allí era de 2 horas a pie y le requería salir de casa antes de que amaneciera. Minutos después de que saliera el sol, Arcilio salió en dirección opuesta y emprendió con el menor de los 3 hijos un viaje hasta Bucaramanga (un trayecto que le exigiría varios días de ausencia) para asistir a una cita médica. Irene y Juan Diego, el hijo mediano, se quedarían en casa. Cuando Juan Sebastián volvió a casa no había nadie. Dedujo que los 4 se habían ido a la ciudad y no tuvieron cómo avisarle. La realidad era muy diferente.

Durante 3 días, Juan Sebastián estuvo solo en casa donde debía encender la leña para cocinar, lavarse la ropa y dar de comer a los polluelos (sacar también a las culebras que se colaban para comérselos). 

Me pareció macabro que viviera tanto tiempo ajeno a que a su hermano de 5 años se lo comían los buitres a la orilla de un río y de que el cuerpo de su madre, a apenas 300 metros de la caseta, en el agua estancada donde el mulo Canelo bebía agua, yacía erguido sin cabeza y con las piernas abiertas.

Arcilio tenía una coartada impecable y la manera en la que lloraba a su primogénito era desgarradora. "Él no tenía planeado que Pedro matara también al niño, por eso es que llora", decían las venenosas cuñadas. Dudé.

El informe forense indicaba que Irene recibió dos heridas de bala en su costado derecho y fue arrastrada hasta el estrecho canal donde, se deduce (pero no se pudo comprobar, porque el agua eliminó cualquier resto de semen) que fue violada por Pedro y, sin razón aparente, decapitada con un machete. Pedro me aceptó que sí mató a Irene y que, inmediatamente después, volvió hasta la caseta donde preguntó al pequeño Juan Diego si contaría a alguien lo que acababa de pasar y el niño asintió con la cabeza sin dudar. Pedro le replanteó la pregunta y el niño respondió de la misma manera.

El asesino contó que se vio obligado a silenciar al menor y se lo llevó hasta la orilla del río donde le dio varios golpes con la empuñadura de una escopeta hasta dejarlo inconsciente. Se montó en la canoa y aguas abajo, mientras huía hasta la finca de sus padres, lo lanzó. Lo encontrarían 4 días después cuando las aves carroñeras solo dejaron unos pocos huesos y medio bracito.

Los investigadores solo querían cerrar el caso, pero a nadie le cuadraba que Pedro hubiera matado a dos personas con armas, modus operandi y en locaciones tan distintas. Además, no encajaba que el pequeño Juan Diego no huyera a buscar ayuda cuando veía que el trabajador abusaba de su propia madre.

No dejé de descartar que Arcilio tuviera algo que ver en la muerte de Irene, pero tenía muchas preguntas sobre la disparidad de las muertes: alguien más intervino ese día en el que Arcilio estaba viajando. 

Era nuestro segundo día de grabación, Juan Sebastián, las tías y los investigadores se habían ido. Quedábamos Arcilio, los cámaras y yo. Nos habíamos agotado casi toda el agua y habíamos subido a la montaña a coger una línea de señal a pedir que nos trajeran más en una canoa: no importaba el precio, pero no teníamos ya qué beber. Bajamos de la colina y se nos presentó de la nada un hombre de aspecto rudo, de campo, medía casi 2 metros de altura y vestía camisa de manga larga con cuadros azules y blancos. Era tuerto y no tenía cara de buenos amigos. Era el hombre que no nos dejaría pegar ojo el resto de la semana: se llama Rigoberto y acababa de pagar condena por descuartizar a su esposa. El arma: un machete.

domingo, 31 de mayo de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 2.


Irene era más joven que yo y estaba muerta. Su hijo también.

Pedro se había encaprichado con ella. Por la vereda no había muchas más mujeres, y no era fácil encontrar a una de 24 años de edad, como él. Ambos dormían bajo el mismo techo, pero en habitaciones separadas en aquella destartalada cabaña llena de mugre y olor a barro seco.

Ella cuidaba del mulo, Canelo, en la parte trasera de la finca. Él la observaba con disimulo cuando salía a fumigar o cuando llegaba de recolectar papaya. A pesar de su cojera y su baja estatura, Arcilio lo había contratado porque era fuerte, ágil  y no pedía más que un techo y un plato de comida al día.

Arcilio como buen hombre del campo es parco, callado y tranquilo. Se nota que no es celoso pero era consciente de que le doblaba la edad a su esposa Irene. “Yo podría ser su padre”, me decía. Por eso, cada vez que se dirigía al corregimiento de la India, lo hacía con la mano derecha tensa sobre el acelerador del motor en la canoa y hacía añicos el palillo que tenía en la boca. “No me gustaba dejar a Irene sola cuando estaba Pedro por ahí”, admite avergonzado y también arrepentido de no haber hecho caso a su intuición.

Cuando llegamos a la cabaña a grabar, Arcilio me ofreció dormir en la cama de Irene. “Tranquilo, los cámaras y yo siempre dormimos en la misma habitación”, mentí con una risa nerviosa. “Como quiera, señorita”. Nos quedamos callados mirando la casa...“Yo aún la siento a ella cuando duermo”, añadió. Su soledad era evidente y sus ganas de desahogarse, también.

El fogonazo de luz se apartó de mis ojos y comenzó a apuntar hacia arriba: las habitaciones no tenían techo propio, desde cualquier rincón de la casa se veían las láminas de asbesto que frenaban, con dificultad y mucho estruendo, los gotarrones de lluvia. La luz, todavía apuntando hacia arriba, caminaba por el pasillo y se aproximaba a la puerta de la habitación “que gire a la izquierda, que gire a la izquierda, por favor, que gire a la izquierda”, decía para mí sin quitarle el ojo. La luz avanzaba lentamente y yo apretaba la mosquitera contra mi pecho como un escudo. El pulso se me aceleró y me incorporé de la cama siempre con la mirada arriba. Me acerqué a la litera de Arley y Octavio. La luz de la linterna se detuvo en un punto y, tras quedarse quieta unos eternos segundos, se decidió por girar a la izquierda. Mi cuerpo comenzaba a distensionarse pero me di cuenta de que había dejado de escuchar la lluvia, solo oía mi propia respiración y mi pulso. “Pum-pum, pum-pum…”, empezó a bajar el ritmo de mi corazón. Me senté en la cama y me quise reír de mí misma. “Seguramente es Arcilio que nos está vigilando y ya”.

Me acordé de algo que me habían dicho los investigadores el día anterior: “Parece que hay alguien más implicado en la muerte de Irene y de su hijo”. Silencio incómodo. “¿Quién?”, pregunté emocionada. “Es que… no podemos decirlo porque aún está abierta la investigación”. No presioné. Pero se miraron el uno al otro: la información era confidencial, pero el sentido de responsabilidad les decía que tenían que advertirme: “Se trata del esposo: Arcilio”.

La noche iba a ser más larga de lo que pensaba.

lunes, 25 de mayo de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 1.

Arley yo estábamos convencidos de que esa noche nos iban a matar.

Él intentaba dormir en la parte inferior del camarote y yo daba vueltas sobre una cama mucho más pequeña a un metro de distancia de la suya. Hablábamos siempre en voz baja para no despertar a Octavio, quien yacía plácidamente en la cama superior. "¿Qué hora es?", le pregunté en un grito susurrado. "Las 12 y cuarto", dijo. "¿¿Todavía??", pregunté indignada casi más con él que con la lentitud de la noche, que era la verdadera culpable de mi angustia.

Admirábamos a Octavio porque el agotamiento de grabar todo el día bajo un sol inclemente, para él, iba más allá que cualquier preocupación y le permitía dormir. Al miedo se sumaba la lucha por sobrevivir al calor y a los mosquitos. Refugiarse en la mosquitera incrementaba el sofoco y deshacerse de la misma invertía la situación. En conclusión, ninguna opción era sostenible por más de 15 minutos.

Tampoco ayudaba la tormenta eléctrica que nos cegaba con sus destellos a través del hueco de una ventana, que a duras penas servía para que entrara algo de aire caliente. La lluvia arreciaba más cada noche y se colaba por las hendiduras de las tablas de madera que hacían de pared. "Me estoy mojando", se quejaba Arley. "No te pegues tanto", le respondí tensa. "Me da miedo alejarme", admitía mientras yo palpaba la escopeta y la motosierra que habíamos escondido debajo de mi cama. Me dio tranquilidad saber que seguían en su lugar.

Me sentí mal por contestar así a Arley, yo tampoco hubiera podido dormir en la cama de un asesino."Intentemos dormir un poco, aún faltan 5 horas para que amanezca", dije con un tono más tranquilo sin recibir respuesta.

Decidí girarme y apoyarme sobre el costado izquierdo quedando de frente a la pared de madera. En ese momento, empecé a caer en cuenta de lo vulnerables que éramos los tres, recién llegados de la gran ciudad con nuestros valiosos (y pesadísimos) equipos de grabación en medio de una zona cuyos habitantes tenían más costumbre de usar la mano para coger un machete que para saludar. ¿Qué hacíamos ahí con cámaras y luces? Aunque habíamos interactuado con poca gente, era comprensible la hostilidad ante la llegada de unos citadinos a grabar un asesinato que tenía cabos sueltos. Empecé a pensar que tampoco fue prudente hospedarse en la misma casa donde el verdugo cometió el doble crimen aunque tampoco había otra opción; desde donde estábamos no podíamos ver ninguna otra cabaña y la más cercana, la de Rigoberto, estaba a casi una hora a pie por el monte.

Al darme cuenta de esto, entré en panico: no había pensado antes que estábamos a más de 2 horas en canoa de tener señal de teléfono (canoa que, por cierto, no teníamos), nadar no era una opción en ese río sucio repleto de caimanes, menos aún con la violencia que cogían sus pequeños torbellinos gracias a las tormentas nocturnas y aunque tuviéramos algún arma no sabíamos usarla y ante cualquier enfrentamiento terminaríamos mal parados. Pensé en despertar a Octavio y a Arley, que, por fin, respiraba con más fuerza (señal de que estaba dormido). Pensé en salir de la habitación mostrando que "estábamos alerta", pero el miedo no me dejó poner un pie en el suelo. Pensé en echarme a llorar, pero no serviría de nada.

Respiré profundo resignada: "si me tienen que matar, que me maten, no puedo hacer más". Probé con evadirme, hacer creer a mi mente que estaba en otro lugar, un sitio seguro y tranquilo: me imaginé en la casa de campo en la que me crié, donde dormía con mis amigas en el segundo piso y mi padre, en el primero, nos resguardaba de cualquier ladrón, zorro y del frío -nunca dejaba morir el fuego en la chimenea-. Me transporté de inmediato, sentí el frío del otoño, el olor a la humedad, el ruido al pasar de los coches en la carretera colindante. Mis músculos se relajaron, Morfeo me guiaba de la imaginación al sueño. Todo era paz.

De repente, la luz de una linterna atravesó los huecos de la madera y apuntó directamente a mis ojos. Mi corazón se detuvo.

domingo, 10 de mayo de 2020

"Mucho gusto"

Vamos a llamarle Alfredo, aunque jamás me he atrevido a preguntarle su nombre (no es que no se me haya ocurrido, sencillamente, es una conversación que temo se haga incómoda o interminable). El de su perro sí me lo dijo alguna vez en el ascensor, pero el animal, un pug viejo que camina con una mezcla entre aburrimiento y melancolía, como si deseara que ese fuera su último paseo. Me impactó tanto la primera vez que lo vi que solo se me quedó en la cabeza que era "el perro triste".

Alfredo tiene un enorme bigote blanco, una estatura imponente, la tez muy blanca y unas gafas muy feas, de esas que llevan los abuelos: "Quiero unas que sean útiles, pero baratas, joven. No estoy yo para lucirme con este tipo de cosas". Es alto, muy alto y muy delgado. Vive solo con su perro triste en un piso superior al mío (pero no sé cuál). Siempre he creído que enviudó hace varios años (tiene cara de haber estado felizmente enamorado) y el perro triste llegó a su vida, como brillante idea de un tercero, para tener alguna excusa para interactuar con el mundo exterior antes de ahogarse en sus propias lágrimas. Ninguno está feliz con esa decisión, pero no hay forma de echarse para atrás.

No es que Alfredo sea un personaje especialmente carismático, pero me llama la atención que tiene un saludo de ascensor lacónico y, para mí, incomprensible. "Mucho gusto", dice siempre que me ve. Acompaña la frase con un movimiento leve de su cabeza y, usándolo como una excusa para mirar hacia el suelo. Su comunicación es cortante pero jamás me evade el saludo.

Ya no quiero llamar a Alfredo de esa forma. De hecho, no quiero ponerle nombre, ninguno me convence para él. A partir de ahora, le diré "el anciano". A veces imagino al anciano en su apartamento, que seguramente huele a viejo, sirviéndose un tinto hecho en una cafetera italiana, también vieja, con mucha calma, como si el tiempo no se moviera en esas cuatro paredes. El tiempo, para él, se quedó congelado desde que su mujer se marchó. Vive rodeado de figuras de porcelana horribles y muchos libros, todos relacionados con algún tema en particular: quizás geografía o historia o matemáticas. Nada que le apasione, pero sí algo por lo que dedicó gran parte de su vida, quizás como profesor, y ahora, aunque nunca los lee, no quiere deshacerse de ellos: ¿dónde quedarían, si no, apoyadas las fotografías ya desteñidas de su difunta esposa?

 El anciano ha salido estos días a pasear a su perro triste y aprovecha el viaje para hacer una triste compra (digo triste porque nunca lleva más de una bolsa donde carga uno o, como mucho, dos productos. A veces pienso que con lo delgado y alto que es, quizás si lleva mucho peso se acaba doblando y partiendo como un junco).

Estos días han sido raros para el anciano y su perro triste. Se nota que ninguno de los dos quiere salir a la calle, especialmente el anciano, él quiere quedarse recogido en sus cuatro paredes que huelen a anciano porque ahora ni su imponente altura le protegen del virus que corre por las calles. En la radio, en la prensa, muchos de su edad empiezan a quejarse con que quieren salir. "Todo el planeta está en casa para evitar que gente como nosotros se muera, y estos deseando estar en las calles. Algunos viejos son peores que los niños", se queja cada vez que se lava las manos para salir a la calle a pasear, ya casi como una penitencia, a su perro triste. Es hora de sacar al perro triste, el anciano piensa en quedarse encerrado en casa, pero mejor dar señales de vida y evitar que los vigilantes terminen llamando a la ambulancia, o peor, a la policía por maltrato animal.

Los paseos que antes eran una excusa elegante para tomar el aire, ahora son un castigo. Tomar el aire (y de otros) es lo último que el anciano quiere. "Este perro me va a matar", piensa mientras mira al perro triste, El perro y él no se quieren, pero conviven en paz, son algo así como un matrimonio forzado que nada puede hacer más que tener la fiesta en paz esperando a ver quién muere primero.

El anciano me ve a lo lejos y, aun oculto en su bufanda, es evidente que se pone tenso conforme nos vamos encontrando. Vamos en direcciones opuestas y va a llegar un momento en el que nos vamos a cruzar. Él avanza aprovechando cada paso para orientarse a la derecha. Un paso más, otro más, otro más. Avanzamos y ya es demasiado tarde para que cruzar la calle no parezca descortés. Le acompaño en su incomodidad, para que se distensiones y me alejo hacia mi derecha también. Los pugs no son una raza peligrosa, además de ser lento y viejo, por lo que no sería creíble que se detuviera para refugiarme del animal. Tampoco sucederá que el perro le tire en una dirección opuesta y él se vea obligado a seguirlo. Ese perro parece un sonámbulo, lo sabe él y y lo sé yo. No ha vuelta atrás y nos hemos acercado tanto que cruzamos ese umbral donde el saludo ya puede darse. "Mucho gusto", dice con el mismo tono y volumen que de costumbre. Se aleja buscando alguna otra calle donde puedan estar tranquilos el perro y él, donde la circunstancia no le obligue a mentira con su saludo, ahora hipócrita, donde lo último que siente es gusto por ver a nadie.

domingo, 3 de mayo de 2020

El perro no me deja escribir



"Nunca serás periodista". Lo dijo mirando a la ventana de la clase en el tercer piso del Instituto. Dejó un incómodo silencio flotando en el aire. La frase era lo suficientemente contundente como para no añadir nada más. Tampoco tenía cómo reclamar: lo dicho era una sentencia en esa aula de clase que se convirtió, por unos segundos, en una sala de audiencias. Además, qué defensa iba a tener yo a mis 15 años.

Esas tres palabras de mi profesor de francés frenaron por completo el ritmo mi pecho que, segundos antes, estaba acelerado mientras leía ante todos un pequeña encuesta escolar sobre el consumo de drogas en menores de 16 años que, sin razón aparente, me nació hacer. Tenía curiosidad, supongo.

Tras su lapidaria frase, no recuerdo qué dijo a continuación, aunque sí sé que cambió de tema. Para él y para el resto de alumnos, incluida la que entonces era mi mejor amiga del alma (todos tenemos un amigo del alma que durará para toda la vida - véase toda la vida, hasta que la misma vida nos separa-), la acotación no fue relevante pero a mí me sembró en la cabeza miles de dudas. 

Este particular profesor, cuando no tenía ganas de dar clase (casi nunca), nos leía cuentos que él escribía o hacía pequeñas editoriales con toque amargo sobre lo cutre que eran los viejos con sus vacaciones en grupo a Benidorm. Un grinch en toda regla, sin humildad y sin humanidad, dicho sea de paso, adelantado a la moda de ser un amargado. Yo, a raíz de su ofensivo comentario, le cogí tirria y sentía las ganas de gritarle:"Nunca saldrás de ser un profesor de Instituto, no vas a vender ni un libro". Era la mejor forma que veía de sacarme la ofensa, lo cuál, por el bien de mis notas escolares, nunca dije en voz alta.

No sé si fue terquedad o cosas del destino o que ese día realmente había escrito algo muy mediocre (que es lo más probable). El caso es que dos años después empecé a estudiar periodismo y sus palabras estaban tatuadas en mi memoria.

La anécdota la tomé durante años como una pequeña revancha, incluso como una forma de generar lástima y mostrar cómo superé grandes dificultades y barreras emocionales (realmente, nunca las tuve, dejémonos de tontadas). También me ha servido para hacer la evidente reflexión de que un comentario que achique a un adolescente puede estar reprimiendo al próximo Einstein (cuánta modestia).

No voy a negar que eso alimentó mi inseguridad y me hizo parte del alto porcentaje de mujeres que, según un estudio del Harvard Business Review, tenemos baja autoestima hasta llegar a los 40 años. A estas alturas de la vida, los hombres de nuestra misma edad ya están "hechos y derechos", tienen la última palabra en la casa, en la oficina, en la calle y pueden ser desde astronautas hasta malabaristas todo gracias a la promoción en confianza que les inyectan desde que se identifican con su primer súperhéroe en la infancia). Mientras, nosotras, en un segundo plano, abrimos los ojos tras andar quejumbrosas la mitad de nuestras vidas. Por algo, Gerda Taro estuvo tras la sombra del personaje que ella, junto a su pareja, inventaron (Robert Capa). Hasta ella sabía, hace casi 100 años, que tener vagina era una desventaja y que poner a su trabajo un seudónimo masculino era la única manera de trascender en la historia de la reportería gráfica.

Pero, seamos sinceros, la inseguridad es muy atractiva, es fácil y es amiga íntima de la pereza, porque la camufla. La inseguridad es el "mañana empiezo la dieta". Ha sido la excusa,  ha sido mi comodín para evadir responsabilidades. He tenido varias discusiones con mi marido y hasta con mi padre: "Con lo bien que escribes, ¿por qué no lo retomas? Te arrepentirás". Tienen toda la razón, en lo de arrepentirme, en lo de escribir bien es cuestión de gustos. Pero quizá ahora, a mis casi 30 años tendría mayores habilidades para escribir, quizás podría haber sacado una sonrisa a alguien con algunos de los textos estrafalarios que redacto únicamente en mi cabeza y no comparto con nadie, o quizá hubiera sacado alguna tristeza amarga que me acidifica las entrañas si hubiera roto esa supuesta barrera de inseguridad desde hace tiempo.

Durante años fue el tiempo, o el trabajo, también fue el estrés, también fue la poca capacidad de concentración , la ansiedad y ahora: "el perro no me deja escribir" (porque viéndome mover los dedos con agilidad y sin freno en el teclado: se hipnotiza, echa el cuello levemente hacia atrás, concentra su mirada en alguno de ellos o en la mano entera y muestra levemente los dientes. Cuando "su presa" parece distraída  -quizá en esos segundos en los que uno frena al escribir para saber qué cantidad de burradas dice-, aprovecha y ataca). "El perro no me deja escribir", pienso. Apago el ordenador y me voy.

El caso es que la culpa no es del profesor de francés grinch que tuve hace 15 años, ni es del perro, ni de que llueva, ni de que el día a veces sea corto o de que dedique 14 horas al día al trabajo. Por eso, reabro este abandonado blog,  con pseudotraumas adolescentes, con perro y con inseguridad incluidos.