domingo, 10 de mayo de 2020

"Mucho gusto"

Vamos a llamarle Alfredo, aunque jamás me he atrevido a preguntarle su nombre (no es que no se me haya ocurrido, sencillamente, es una conversación que temo se haga incómoda o interminable). El de su perro sí me lo dijo alguna vez en el ascensor, pero el animal, un pug viejo que camina con una mezcla entre aburrimiento y melancolía, como si deseara que ese fuera su último paseo. Me impactó tanto la primera vez que lo vi que solo se me quedó en la cabeza que era "el perro triste".

Alfredo tiene un enorme bigote blanco, una estatura imponente, la tez muy blanca y unas gafas muy feas, de esas que llevan los abuelos: "Quiero unas que sean útiles, pero baratas, joven. No estoy yo para lucirme con este tipo de cosas". Es alto, muy alto y muy delgado. Vive solo con su perro triste en un piso superior al mío (pero no sé cuál). Siempre he creído que enviudó hace varios años (tiene cara de haber estado felizmente enamorado) y el perro triste llegó a su vida, como brillante idea de un tercero, para tener alguna excusa para interactuar con el mundo exterior antes de ahogarse en sus propias lágrimas. Ninguno está feliz con esa decisión, pero no hay forma de echarse para atrás.

No es que Alfredo sea un personaje especialmente carismático, pero me llama la atención que tiene un saludo de ascensor lacónico y, para mí, incomprensible. "Mucho gusto", dice siempre que me ve. Acompaña la frase con un movimiento leve de su cabeza y, usándolo como una excusa para mirar hacia el suelo. Su comunicación es cortante pero jamás me evade el saludo.

Ya no quiero llamar a Alfredo de esa forma. De hecho, no quiero ponerle nombre, ninguno me convence para él. A partir de ahora, le diré "el anciano". A veces imagino al anciano en su apartamento, que seguramente huele a viejo, sirviéndose un tinto hecho en una cafetera italiana, también vieja, con mucha calma, como si el tiempo no se moviera en esas cuatro paredes. El tiempo, para él, se quedó congelado desde que su mujer se marchó. Vive rodeado de figuras de porcelana horribles y muchos libros, todos relacionados con algún tema en particular: quizás geografía o historia o matemáticas. Nada que le apasione, pero sí algo por lo que dedicó gran parte de su vida, quizás como profesor, y ahora, aunque nunca los lee, no quiere deshacerse de ellos: ¿dónde quedarían, si no, apoyadas las fotografías ya desteñidas de su difunta esposa?

 El anciano ha salido estos días a pasear a su perro triste y aprovecha el viaje para hacer una triste compra (digo triste porque nunca lleva más de una bolsa donde carga uno o, como mucho, dos productos. A veces pienso que con lo delgado y alto que es, quizás si lleva mucho peso se acaba doblando y partiendo como un junco).

Estos días han sido raros para el anciano y su perro triste. Se nota que ninguno de los dos quiere salir a la calle, especialmente el anciano, él quiere quedarse recogido en sus cuatro paredes que huelen a anciano porque ahora ni su imponente altura le protegen del virus que corre por las calles. En la radio, en la prensa, muchos de su edad empiezan a quejarse con que quieren salir. "Todo el planeta está en casa para evitar que gente como nosotros se muera, y estos deseando estar en las calles. Algunos viejos son peores que los niños", se queja cada vez que se lava las manos para salir a la calle a pasear, ya casi como una penitencia, a su perro triste. Es hora de sacar al perro triste, el anciano piensa en quedarse encerrado en casa, pero mejor dar señales de vida y evitar que los vigilantes terminen llamando a la ambulancia, o peor, a la policía por maltrato animal.

Los paseos que antes eran una excusa elegante para tomar el aire, ahora son un castigo. Tomar el aire (y de otros) es lo último que el anciano quiere. "Este perro me va a matar", piensa mientras mira al perro triste, El perro y él no se quieren, pero conviven en paz, son algo así como un matrimonio forzado que nada puede hacer más que tener la fiesta en paz esperando a ver quién muere primero.

El anciano me ve a lo lejos y, aun oculto en su bufanda, es evidente que se pone tenso conforme nos vamos encontrando. Vamos en direcciones opuestas y va a llegar un momento en el que nos vamos a cruzar. Él avanza aprovechando cada paso para orientarse a la derecha. Un paso más, otro más, otro más. Avanzamos y ya es demasiado tarde para que cruzar la calle no parezca descortés. Le acompaño en su incomodidad, para que se distensiones y me alejo hacia mi derecha también. Los pugs no son una raza peligrosa, además de ser lento y viejo, por lo que no sería creíble que se detuviera para refugiarme del animal. Tampoco sucederá que el perro le tire en una dirección opuesta y él se vea obligado a seguirlo. Ese perro parece un sonámbulo, lo sabe él y y lo sé yo. No ha vuelta atrás y nos hemos acercado tanto que cruzamos ese umbral donde el saludo ya puede darse. "Mucho gusto", dice con el mismo tono y volumen que de costumbre. Se aleja buscando alguna otra calle donde puedan estar tranquilos el perro y él, donde la circunstancia no le obligue a mentira con su saludo, ahora hipócrita, donde lo último que siente es gusto por ver a nadie.

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