lunes, 20 de julio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 6. Final.

Arley yo estábamos convencidos de que esa noche nos iban a matar.

Habíamos superado el miedo a las tormentas, habíamos cruzado el río Minero en medio de la noche bajo un fuerte aguacero y con una canoa a medio motor con la cámara y las luces cargadas al hombro. Los posibles fantasmas de Irene y de su hijo pasaron de ser un peligro invisible a un halo de esperanza que esperábamos que nos protegiera. Nuestro mayor miedo era Rigoberto, era saber que era un expresidiario que habíamos puesto de mal genio, que con su ojo único nos había mirado con desprecio pero con especial picardía a nuestros equipos, que jugaba en casa y nosotros no podríamos sobrevivir por más de 2 días en medio de la nada.

La luz de la linterna se volvió a presentar esa tercera noche, apuntaba al techo, al igual que la noche anterior, se quedaba quieta e indecisa sobre qué rumbo tomar. Se escuchaban pasos en medio del charco que se creaba cada noche en la parte trasera de la caseta. La lluvia no daba tregua y el dolor de cabeza de no haber dormido en 3 días me pedía un respiro que no le podía conceder. La angustia se acrecentaba cada noche: no es posible acostumbrarse a ese tipo de miedo. La incertidumbre, las ganas de gritar, la valentía que podía tornarse en exceso de osadía, la falta de fuerzas, las ansias de que se hiciera de día: todo se concentraba en un intenso pálpito que me metía en un bucle de desespero y me hacía preguntarme: "¿Yo por qué vine a grabar hasta aquí?, ¿realmente merecía la pena? Estoy poniendo mi vida y también la de Octavio o la de Arley en riesgo para hacer una crónica, ¿qué dirán si algo nos pasa?". Agarraba las sábanas con fuerza, para esa noche había aprendido a dejar el calzado cerca por si había que huir, la puerta estratégicamente bloqueada para darnos unos segundos de reacción si alguien intentaba abrirla y tanto la motosierra como la pistola seguían debajo de la cama, asegurándome de que alguien más pudiera hacer uso de las mismas. Pensaba en el machete de Rigoberto, pensaba en que hay gente a la que le mueve más una emoción que la lógica, en lo atractivo de nuestros equipos, en lo exótico de tenernos ahí: en sentirnos carne fresca en muchos sentidos.

De repente, y al lado izquierdo de mi cama escuché un grito profundo y agudo, como de un niño. Me incorporé de golpe, aturdida por una fuerte migraña (llevaba 3 noches sin dormir 2 horas seguidas). Tardé en reaccionar sobre dónde estaba, pensé que en qué momento me había vencido el sueño, pensé en Juan Diego, en el menor de 4 años brutalmente asesinado que gritaba al recibir el golpe de un machete, me imaginé un corte limpio en su cuello, me lo imaginé corriendo inútilmente mientras se desangraba. Estaba a punto de calzarme, de agitar a Arley y a Octavio para que despertaran antes de que alguna extraña figura se posara en la ventana. Ya no llovía pero todavía era de noche. El grito volvió a sonar exactamente igual: era un gallo y no gritaba, cacareaba. Eran poco más de las 4 de la mañana y animal le parecía conveniente que fuéramos empezando el día. Me dolía el pecho, alivié la tensión pero se agudizaba el dolor de mi cabeza, de mis ojos. "Nadie viene a matar cuando ya los gallos están despiertos", pensé. Aún así, no volví a dormir y salí para sentir el fresco de la mañana que extrañaría durante el resto del día. Me calcé con calma y usé la linterna: verifiqué que no había pisadas, no se sentía la presencia de nadie extraño. Empecé a pensar que era Arcilio quien hacía guardia en la noche, quise pensar que la viudez te deja eternamente insomne, porque el hecho de que Arcilio considerara necesario salvaguardarnos me preocupaba todavía más. La guardia solo se hace cuando existe amenaza.

Por fin era jueves, nuestro último día de grabación. Ese mediodía volveríamos a Cimitarra, a la civilización, a tener señal, a la seguridad de la habitación del hotel donde no habría machete de ningún Rigoberto que pudiera acceder. Hicimos unas últimas tomas: apoyos, pasos en cámara, repetir alguna frase, atardeceres que no podíamos desperdiciar... Imágenes que uno sabe que no van a salir en el programa pero necesita repetir o mejor, revivir. Porque una historia como estas no se narra, se siente, se vive y luego se explica como mejor se puede. Recogimos todos nuestros equipos, las sábanas llenas de hojas y algo de barrio, las botas ya sucias y regalamos a Arcilio el excedente de comida y la mejor de nuestros sonrisas. Arcilio había sido un excelente anfitrión y se disculpó por no tener un palacio en el que recibirnos. Nos bastó saber que esa noche dormiríamos en una puerta con candado y con aire acondicionado. 

Antes de emprender el camino hasta "la playa" donde nos esperaba la canoa, pedí a los muchachos que me dieran unos minutos. Volví al punto donde habían encontrado a Irene. Desde mi primer Rastro tenía una extraña costumbre, quizás morbosa, que no podía evitar: me ubicaba a solas donde habían matado al protagonista de la historia en este caso: en el caño. Pensé que el de Irene era un lugar agradable para morir: había cierta brisa, se escuchaba a los pájaros trinar, se respiraba mucha paz... pero dudo que ella hubiera tenido oportunidad de disfrutarlo dada la agonía: la tensión máxima en su cuerpo que la dejó con las piernas dobladas y en alto mientras Pedro la violaba, y perder la cabeza de cuajo es una forma egoísta de acabar con la vida de alguien porque no te permite siquiera tener unos segundos para despedirte de tu entorno. Levanté la vista y miré a los árboles: "esta fue la última imagen que vio Irene", pensé.  

Sentía miedo, pero también respeto y hasta tristeza de no haberla conocido, de que, como una sepulturera, Irene hubiera llegado a mi vida a través de su muerte.

Caí en la cuenta de cuántas historias contamos a partir de la muerte de alguien, de cómo debes conocer a una persona y presentarla a miles de personas por una televisión sin haberla visto nunca antes y sabiendo que jamás la verás. La crónica te obliga a nutrirte no solo del ambiente también de la comida que, en este caso, Irene comía, de "ser" ella por unas horas o días. Supongo que esa es la máxima expresión de empatía que te traslada a preguntas que pasan de ser inocuas a totalmente relevantes en tu vida. También frustrantes porque sabes que no tendrán respuesta: ¿también ella pasó miedo por las noches?, ¿también Arcilio paseaba con su linterna cuando ella dormía?, ¿también ella pensaba que por qué se había metido en este hueco? ¿era feliz aquí?, ¿cuántas veces compartiría junto a su mulo Canelo?, ¿cómo sonaría su voz entre las maderas llenas de agujeros de esa finca?, ¿era tolerante a este infernal calor?, ¿temía a las tormentas eléctricas?, ¿le enseñó ella a su hijo a cocinar con leña?, ¿estaba enamorada de Pedro?, ¿de Arcilio?, ¿cómo llegó hasta este caño?, ¿qué pensó antes de morir?, ¿sabía que iba a morir?

Arley y Octavio habían terminado de cargar todos los equipos en la canoa que no tardó en arrancar hacia la vereda La India, nuestra parada obligatoria para llegar a Cimitiarra. A pesar del ruido ensordecedor del motor, Arley y yo soltamos la tensión burlándonos de nosotros mismos, por tener miedo, por todo lo que queríamos contar a nuestros amigos y familiares, era una risa nerviosa, de alivio y triunfo que decía: "sobrevivimos".

Pero algo de nosotros quedó para siempre en la vereda Mata de Guadua, cuando grabamos no somos unos meros espectadores, pasamos a ser parte de la historia de ese lugar. No fuimos ajenos a ese lugar, a que el tiempo que ahí pasamos dimos que hablar a los moradores, a que pusimos nervioso a más de uno, a que Irene y su hijo quizás agradecieron (desde otro mundo) que contáramos su historia y que lo hiciéramos con cariño. Y es ese "algo" el que a pesar del terror tan grande que sufrimos, a veces hace que me den ganas de volver.

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