domingo, 31 de mayo de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 2.


Irene era más joven que yo y estaba muerta. Su hijo también.

Pedro se había encaprichado con ella. Por la vereda no había muchas más mujeres, y no era fácil encontrar a una de 24 años de edad, como él. Ambos dormían bajo el mismo techo, pero en habitaciones separadas en aquella destartalada cabaña llena de mugre y olor a barro seco.

Ella cuidaba del mulo, Canelo, en la parte trasera de la finca. Él la observaba con disimulo cuando salía a fumigar o cuando llegaba de recolectar papaya. A pesar de su cojera y su baja estatura, Arcilio lo había contratado porque era fuerte, ágil  y no pedía más que un techo y un plato de comida al día.

Arcilio como buen hombre del campo es parco, callado y tranquilo. Se nota que no es celoso pero era consciente de que le doblaba la edad a su esposa Irene. “Yo podría ser su padre”, me decía. Por eso, cada vez que se dirigía al corregimiento de la India, lo hacía con la mano derecha tensa sobre el acelerador del motor en la canoa y hacía añicos el palillo que tenía en la boca. “No me gustaba dejar a Irene sola cuando estaba Pedro por ahí”, admite avergonzado y también arrepentido de no haber hecho caso a su intuición.

Cuando llegamos a la cabaña a grabar, Arcilio me ofreció dormir en la cama de Irene. “Tranquilo, los cámaras y yo siempre dormimos en la misma habitación”, mentí con una risa nerviosa. “Como quiera, señorita”. Nos quedamos callados mirando la casa...“Yo aún la siento a ella cuando duermo”, añadió. Su soledad era evidente y sus ganas de desahogarse, también.

El fogonazo de luz se apartó de mis ojos y comenzó a apuntar hacia arriba: las habitaciones no tenían techo propio, desde cualquier rincón de la casa se veían las láminas de asbesto que frenaban, con dificultad y mucho estruendo, los gotarrones de lluvia. La luz, todavía apuntando hacia arriba, caminaba por el pasillo y se aproximaba a la puerta de la habitación “que gire a la izquierda, que gire a la izquierda, por favor, que gire a la izquierda”, decía para mí sin quitarle el ojo. La luz avanzaba lentamente y yo apretaba la mosquitera contra mi pecho como un escudo. El pulso se me aceleró y me incorporé de la cama siempre con la mirada arriba. Me acerqué a la litera de Arley y Octavio. La luz de la linterna se detuvo en un punto y, tras quedarse quieta unos eternos segundos, se decidió por girar a la izquierda. Mi cuerpo comenzaba a distensionarse pero me di cuenta de que había dejado de escuchar la lluvia, solo oía mi propia respiración y mi pulso. “Pum-pum, pum-pum…”, empezó a bajar el ritmo de mi corazón. Me senté en la cama y me quise reír de mí misma. “Seguramente es Arcilio que nos está vigilando y ya”.

Me acordé de algo que me habían dicho los investigadores el día anterior: “Parece que hay alguien más implicado en la muerte de Irene y de su hijo”. Silencio incómodo. “¿Quién?”, pregunté emocionada. “Es que… no podemos decirlo porque aún está abierta la investigación”. No presioné. Pero se miraron el uno al otro: la información era confidencial, pero el sentido de responsabilidad les decía que tenían que advertirme: “Se trata del esposo: Arcilio”.

La noche iba a ser más larga de lo que pensaba.

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