domingo, 3 de mayo de 2020

El perro no me deja escribir



"Nunca serás periodista". Lo dijo mirando a la ventana de la clase en el tercer piso del Instituto. Dejó un incómodo silencio flotando en el aire. La frase era lo suficientemente contundente como para no añadir nada más. Tampoco tenía cómo reclamar: lo dicho era una sentencia en esa aula de clase que se convirtió, por unos segundos, en una sala de audiencias. Además, qué defensa iba a tener yo a mis 15 años.

Esas tres palabras de mi profesor de francés frenaron por completo el ritmo mi pecho que, segundos antes, estaba acelerado mientras leía ante todos un pequeña encuesta escolar sobre el consumo de drogas en menores de 16 años que, sin razón aparente, me nació hacer. Tenía curiosidad, supongo.

Tras su lapidaria frase, no recuerdo qué dijo a continuación, aunque sí sé que cambió de tema. Para él y para el resto de alumnos, incluida la que entonces era mi mejor amiga del alma (todos tenemos un amigo del alma que durará para toda la vida - véase toda la vida, hasta que la misma vida nos separa-), la acotación no fue relevante pero a mí me sembró en la cabeza miles de dudas. 

Este particular profesor, cuando no tenía ganas de dar clase (casi nunca), nos leía cuentos que él escribía o hacía pequeñas editoriales con toque amargo sobre lo cutre que eran los viejos con sus vacaciones en grupo a Benidorm. Un grinch en toda regla, sin humildad y sin humanidad, dicho sea de paso, adelantado a la moda de ser un amargado. Yo, a raíz de su ofensivo comentario, le cogí tirria y sentía las ganas de gritarle:"Nunca saldrás de ser un profesor de Instituto, no vas a vender ni un libro". Era la mejor forma que veía de sacarme la ofensa, lo cuál, por el bien de mis notas escolares, nunca dije en voz alta.

No sé si fue terquedad o cosas del destino o que ese día realmente había escrito algo muy mediocre (que es lo más probable). El caso es que dos años después empecé a estudiar periodismo y sus palabras estaban tatuadas en mi memoria.

La anécdota la tomé durante años como una pequeña revancha, incluso como una forma de generar lástima y mostrar cómo superé grandes dificultades y barreras emocionales (realmente, nunca las tuve, dejémonos de tontadas). También me ha servido para hacer la evidente reflexión de que un comentario que achique a un adolescente puede estar reprimiendo al próximo Einstein (cuánta modestia).

No voy a negar que eso alimentó mi inseguridad y me hizo parte del alto porcentaje de mujeres que, según un estudio del Harvard Business Review, tenemos baja autoestima hasta llegar a los 40 años. A estas alturas de la vida, los hombres de nuestra misma edad ya están "hechos y derechos", tienen la última palabra en la casa, en la oficina, en la calle y pueden ser desde astronautas hasta malabaristas todo gracias a la promoción en confianza que les inyectan desde que se identifican con su primer súperhéroe en la infancia). Mientras, nosotras, en un segundo plano, abrimos los ojos tras andar quejumbrosas la mitad de nuestras vidas. Por algo, Gerda Taro estuvo tras la sombra del personaje que ella, junto a su pareja, inventaron (Robert Capa). Hasta ella sabía, hace casi 100 años, que tener vagina era una desventaja y que poner a su trabajo un seudónimo masculino era la única manera de trascender en la historia de la reportería gráfica.

Pero, seamos sinceros, la inseguridad es muy atractiva, es fácil y es amiga íntima de la pereza, porque la camufla. La inseguridad es el "mañana empiezo la dieta". Ha sido la excusa,  ha sido mi comodín para evadir responsabilidades. He tenido varias discusiones con mi marido y hasta con mi padre: "Con lo bien que escribes, ¿por qué no lo retomas? Te arrepentirás". Tienen toda la razón, en lo de arrepentirme, en lo de escribir bien es cuestión de gustos. Pero quizá ahora, a mis casi 30 años tendría mayores habilidades para escribir, quizás podría haber sacado una sonrisa a alguien con algunos de los textos estrafalarios que redacto únicamente en mi cabeza y no comparto con nadie, o quizá hubiera sacado alguna tristeza amarga que me acidifica las entrañas si hubiera roto esa supuesta barrera de inseguridad desde hace tiempo.

Durante años fue el tiempo, o el trabajo, también fue el estrés, también fue la poca capacidad de concentración , la ansiedad y ahora: "el perro no me deja escribir" (porque viéndome mover los dedos con agilidad y sin freno en el teclado: se hipnotiza, echa el cuello levemente hacia atrás, concentra su mirada en alguno de ellos o en la mano entera y muestra levemente los dientes. Cuando "su presa" parece distraída  -quizá en esos segundos en los que uno frena al escribir para saber qué cantidad de burradas dice-, aprovecha y ataca). "El perro no me deja escribir", pienso. Apago el ordenador y me voy.

El caso es que la culpa no es del profesor de francés grinch que tuve hace 15 años, ni es del perro, ni de que llueva, ni de que el día a veces sea corto o de que dedique 14 horas al día al trabajo. Por eso, reabro este abandonado blog,  con pseudotraumas adolescentes, con perro y con inseguridad incluidos.

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