domingo, 21 de junio de 2020

Secreto en el río (detrás de cámaras). Parte 3.

No recuerdo un calor igual al que se sufre en la vereda Mata de Guadua: El agua de panela con limón (y mosquitos) que bebíamos se convertía rápidamente en sudor, el sofoco solo nos dejaba respirar aire caliente, la garganta permanecía seca y no había idea que fluyera con coherencia entre las 12 y las 3 de la tarde. 

Desde que los investigadores sugirieron que Arcilio tenía algo que ver con la muerte de su esposa Irene, no lo vi con los mismos ojos. Pero recordé que el día anterior a trasladarnos a la vereda nos encontramos en Cimitarra con las 5 hermanas de la difunta. Todas estaban celosas del protagonismo de Arcilio en la grabación y juraban que íbamos a pagarle varios millones al viudo por su testimonio. Con la malicia de malas cuñadas, intentaron envenenarme: "Él siempre tuvo interés en esa finca del primer esposo de Irene".

Irene fue precoz en contraer nupcias: lo hizo siendo menor de edad con un hombre de más de 50: Danilo* en otro municipio a varias horas de Cimitarra. Fruto de ese matrimonio nació Juan Sebastián, quien, huérfano a sus 9 años, estaba bajo la tutela de sus tías. Danilo* había muerto unos meses antes que Irene y también de forma vil (le cortaron la cabeza, igual que a ella). Aún se desconoce el autor y el motivo pero todos hablaban de la famosa finca de Danilo*. Aunque nadie había estado en el dichoso lugar, ni habían visto una foto: familiares, vecinos y hasta los investigadores todos alimentaban el imaginario de que que él era dueño de unas tierras que movían mucha plata. 

"Arcilio siempre le insistía a Irene que reclamara esa finca", me susurraba con malicia una de las hermanas cuyo exagerado estrabismo distraía tanto como la falta de dientes. La otra hermana, de marcado acento y peor genio, se molestaba de que la estrábica me diera tanta información - desde el primer momento se opuso a que grabáramos la historia-. "¿Y qué vamos a ganar nosotros con esto?", me preguntaba la malgeniada haciéndose la dolida por la muerte de una hermana de la que ni fotos tenía. "Nosotros no pagamos a nadie, la idea de hacer esta historia es poder recordarla y que se haga justicia", le expliqué con amabilidad. "Eso, eso, justicia. Ese tipo, Pedro, está pagando cárcel por un homicidio y no un feminicidio", respondió con complicidad. (En Colombia, el delito de feminicidio tiene una pena de cárcel mayor que un homicidio y no tiene opción de rebaja).

Las dos cuñadas detestaban a Arcilio pero no me costó trabajo convencerlas de que vinieran a la vereda con nosotros a grabar (querían ver si era cierto que íbamos a pagarle).A pesar de que harían el ambiente más hostil, me convenía darles el gusto de incluirlas en semejante travesía, solo para que Juan Sebastián pudiera venir con nosotros. Él no podía viajar solo y no había vuelto a Mata de Guadua desde que sucedieron los hechos, pero mi objetivo era arrancar la historia con él.

El día que mataron a Irene y a Juan Diego, Juan Sebastián se había ido muy temprano al colegio. El trayecto hasta allí era de 2 horas a pie y le requería salir de casa antes de que amaneciera. Minutos después de que saliera el sol, Arcilio salió en dirección opuesta y emprendió con el menor de los 3 hijos un viaje hasta Bucaramanga (un trayecto que le exigiría varios días de ausencia) para asistir a una cita médica. Irene y Juan Diego, el hijo mediano, se quedarían en casa. Cuando Juan Sebastián volvió a casa no había nadie. Dedujo que los 4 se habían ido a la ciudad y no tuvieron cómo avisarle. La realidad era muy diferente.

Durante 3 días, Juan Sebastián estuvo solo en casa donde debía encender la leña para cocinar, lavarse la ropa y dar de comer a los polluelos (sacar también a las culebras que se colaban para comérselos). 

Me pareció macabro que viviera tanto tiempo ajeno a que a su hermano de 5 años se lo comían los buitres a la orilla de un río y de que el cuerpo de su madre, a apenas 300 metros de la caseta, en el agua estancada donde el mulo Canelo bebía agua, yacía erguido sin cabeza y con las piernas abiertas.

Arcilio tenía una coartada impecable y la manera en la que lloraba a su primogénito era desgarradora. "Él no tenía planeado que Pedro matara también al niño, por eso es que llora", decían las venenosas cuñadas. Dudé.

El informe forense indicaba que Irene recibió dos heridas de bala en su costado derecho y fue arrastrada hasta el estrecho canal donde, se deduce (pero no se pudo comprobar, porque el agua eliminó cualquier resto de semen) que fue violada por Pedro y, sin razón aparente, decapitada con un machete. Pedro me aceptó que sí mató a Irene y que, inmediatamente después, volvió hasta la caseta donde preguntó al pequeño Juan Diego si contaría a alguien lo que acababa de pasar y el niño asintió con la cabeza sin dudar. Pedro le replanteó la pregunta y el niño respondió de la misma manera.

El asesino contó que se vio obligado a silenciar al menor y se lo llevó hasta la orilla del río donde le dio varios golpes con la empuñadura de una escopeta hasta dejarlo inconsciente. Se montó en la canoa y aguas abajo, mientras huía hasta la finca de sus padres, lo lanzó. Lo encontrarían 4 días después cuando las aves carroñeras solo dejaron unos pocos huesos y medio bracito.

Los investigadores solo querían cerrar el caso, pero a nadie le cuadraba que Pedro hubiera matado a dos personas con armas, modus operandi y en locaciones tan distintas. Además, no encajaba que el pequeño Juan Diego no huyera a buscar ayuda cuando veía que el trabajador abusaba de su propia madre.

No dejé de descartar que Arcilio tuviera algo que ver en la muerte de Irene, pero tenía muchas preguntas sobre la disparidad de las muertes: alguien más intervino ese día en el que Arcilio estaba viajando. 

Era nuestro segundo día de grabación, Juan Sebastián, las tías y los investigadores se habían ido. Quedábamos Arcilio, los cámaras y yo. Nos habíamos agotado casi toda el agua y habíamos subido a la montaña a coger una línea de señal a pedir que nos trajeran más en una canoa: no importaba el precio, pero no teníamos ya qué beber. Bajamos de la colina y se nos presentó de la nada un hombre de aspecto rudo, de campo, medía casi 2 metros de altura y vestía camisa de manga larga con cuadros azules y blancos. Era tuerto y no tenía cara de buenos amigos. Era el hombre que no nos dejaría pegar ojo el resto de la semana: se llama Rigoberto y acababa de pagar condena por descuartizar a su esposa. El arma: un machete.

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