sábado, 9 de mayo de 2015

La naranja mecánica

Cecilia no es nadie. O eso quiere aparentar.

A sus 75 años, vive de y para exprimir naranjas en la esquina de la calle 37 con carrera 13 de Bogotá. (Los mejores zumos que una servidora con apetito mediterráneo ha probado en este país).

Cecilia no tiene una ambición en su venta, ignora los halagos de sus exigentes clientes y siempre llena los vasos hasta el tope.

 -"Si el vaso es así de grande, para qué quiero yo quedarme con ese poquitico", aclara con serenidad.

Solo se dedica a cortar, exprimir y servir.

Sus manos toscas y robustas son, junto con su cuchillo, sus únicas herramientas de trabajo. Unas manos censuradas, con tantas historias ocultas que contar, extrañamente rurales para una mujer que dice haber vivido siempre en Bogotá.

Cecilia nunca me mira a los ojos cuando le hablo, solo corta, sirve, exprime y sigue acumulando esqueletos de naranja en una bolsa negra.

Cecilia es una mujer tiernamente gris y hermética, como la Bogotá de los lunes. Es imposible picarle la lengua, es demasiado astuta y siempre evita el contacto visual, el miedo le supera.
-"Aquí venían también unos españoles a comprarme el juguito, hasta fotos me hicieron", explica con cierta prepotencia al notar mi acento.

Las arrugas de sus ojos muestran que Cecilia sacó miles de sonrisas que, de repente, y sin saber por qué, le borraron para siempre.

A punto de cumplir 38 años trabajando en la misma esquina bajo esa sombrilla multicolor que el sol se ha ido robando, me rechaza el cumplido cuando le digo que ella es prácticamente la dueña de la cuadra.

-"Nosotros no somos dueños de nada, ni de nuestras vidas. Dios es el dueño de todo", responde bruscamente.

-"¿No le gustaría jubilarse?", le pregunto, ilusa.

-"¿Jubilarme? En este país no se preocupa nadie porque alguien como yo pueda descansar. Si no se trabaja, no se come".

Sus concisas aclaraciones a mis preguntas siempre acaban con un tono bajo, como de cierre de frase, de discurso y de conversación. Ella solo saluda y despide mientras corta, exprime y sirve sus naranjas.

Cecilia evita ser el centro de la conversación. Quiere pasar desapercibida, ser una anónima más en una Bogotá de corrompido asfalto, veloces nubes y cláxones con incontinencia sonora.

Pero su hermetismo alimenta mi curiosidad. Por eso, todos los días, invierto mil pesos en sacarle algo de jugo.

-"Feliz día de la madre", le dice a sus clientas habituales confirmando que no volverían a encontrarse hasta el lunes.

-"¿Y a usted hay que felicitarla?", insisto. Sin levantar la mirada de su mecánica labor, suelta un "no" imperceptible y sigue cortando, exprimiendo y sirviendo.

No le interesa la vida de nadie, no sé si por temor a sentir envidia o cariño con un cliente que quizás nunca vuelva. No se anda con hipocresías, algo que confirma mis dudas sobre sus raíces capitalinas.

No hay alegría en su voz, pero tampoco rabia. Simplemente cumple; es una máquina, es una mandada del señor, es la fuerza, la perseverancia y la constancia de quien trabaja y mantiene la dignidad de comer sin pedir. Pero tiene una magia imposible de esconder.

Un mendigo se acerca al puesto y balbucea una petición a una distancia prudente. Cecilia se asusta y acelera el ritmo de su reiterativo trabajo: corta, exprime y sirve a mayor velocidad. Baja la mirada y dice por lo bajini: "¡Ay, no!". La tosca y ruda Cecilia tiene miedo.
El mendigo se aleja sin más y Cecilia insiste en dar la conversación por concluida.

-"Nos vemos el lunes, Cecilia".
-"Cuídese, m' hijita", me despide sin cariño.

Doy mi primer sorbo al jugo y abandono el puesto pensando en que esas naranjas están especialmente ácidas hoy.

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