jueves, 12 de diciembre de 2013

Silencio, princesas, el micrófono está abierto

Recuerdo el día que me enamoré de mi profesión. El día que Francisco Camps me hizo llorar.

En un frívolo recinto repleto de palmaretas donde olía en exceso a prepotencia periodística y a billetes negros. El acto era lo de menos, el objetivo era sacarle un comentario a uno de los personajes del panorama político en España más jugosos de ese verano de 2010. Entre decenas de simpatizantes, guardaespaldas, coches oficiales y camarógrafos amargados de aguantar el sol de agosto, sentí que éramos solo: el micrófono amarillo, mis inseguridades y yo.

'En este pueblo no me conoce nadie' era mi premisa. Con esas, sumada a mi ingenuidad, en cuanto se bajó del atril, me aventuré a perseguir y gritar al protagonista de aquél circo: '¡Presidente, una pregunta!'. Su traje, hecho a medida, apestaba a dinero sucio y uno de sus socios no tardó en advertirle: 'Cuidado detrás con el micrófono, señor'.

Los periodistas se habían quedado en la sala sacando mentalmente un tedioso titular de un evento sin trascendencia. Al verme sola, me di por aludida y me tomé como una heroicidad sacarle un audio, así fuera un insulto.

Ignoré al grupo de guardaespaldas que me apartaban con los brazos y bloqueé la puerta trasera del coche oficial del presidente. '¡¡¡Solo es una pregunta!!!' La jefa de prensa me cogió de los hombros y me empujó. 'El presidente está muy ocupado y no puede atender a los medios'. Se oyó un portazo y el coche huyó.

'¿Ocupado?'- levanté el micrófono y la voz- '¡Llevamos en un acto inaugural una hora y media! ¡Ni siquiera he podido plantearle la pregunta!'- grité desmesuradamente dejando ver mi ortodoncia postadolescente y soltó por lo bajini un lo siento que no sentía.

Disgustada, me fui hacia el coche y miré mi mano, la tensión me impedía soltar el maldito micro. Escupí la rabia en un llanto ridículamente infantil. Moqueaba y daba golpes al volante. Salí de aquél aparcamiento temblando y reconocí la camisa beige de la periodista. Frené, bajé la ventanilla y le grité 'Tú, sí tú, la que me agarró. Ven aquí!'- moqueando, insistí- '¿No te da vergüenza lo que acabas de hacer? ¿A eso te dedicas? ¿A que los medios no podamos preguntar? ¿ Y tú dices que eres periodista? Qué pena, de verdad. Espero no convertirme nunca en lo que tú eres'.

Seguí llorando todo el camino y avergonzada por mis gritos vacilé en la puerta de la radio con la esperanza de que 5 minutos más fueran suficientes para que se me redujera la hinchazón de los ojos. Entré dando por hecho que nadie sabía de mi novatada cuando mi jefe me miró con los titulares en la mano y reprimiéndose la sonrisa musitó: 'Te felicito por lo que has hecho. Vas a ser periodista.'

Ese día me enamoré de mi profesión y de mi jefe. Pero, más importante, comprendí que para que un micrófono funcione, el silencio es obligatorio. Ese altavoz al que hoy veo que tantas princesas de la radio maltratan, golpean y aturden a diario. Humildemente os pido: dadle un respiro. Es algo que incluso Camps entiende.

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