lunes, 26 de agosto de 2013

El cuello de un taxista


Es cierto, las ciudades parecen menos feas gracias a sus dispersos tintes amarillos. Son sabiduría callejera que no tiene ningún GPS, la misma que alimenta su desconfianza en el transeúnte. No es moco de pavo el valor de su oficio, pues tienen tu vida en sus manos y la paranoia de salir malherido, ya sea desvestida o con la tarjeta vacía va in crescendo cuando se enfrentan a esa jungla de cemento repleta de buses descontrolados, conductores ebrios y motocicletas impacientes que brotan del asfalto.

Son los taxistas. Cuántas entrevistas dignas de un Pullitzer se encierran en esas 5 puertas amarillas

Expertos críticos de radio, conocedores de historias anónimas: despedidas en el aeropuerto, la cita impuntual, los chistes malos de esos jóvenes con tragos de más, la pelea de los enamorados... (qué pena no ver la reconciliación, piensan), cronometran los semáforos en el tedio de su oficina cercada.

Algunos pocos aspiran a que los llantos de su  no deseado churumbel dejen de retumbarle en la conciencia y pueda pasar de largo los límites de la ciudad.

Y mientras a unos el Cristo les baila vallenato desde el retrovisor:
-'Esos hijoeputas de los mototaxistas, malparidos ladrones, nos tienen jodidos, mano'.
-'Sí, sí... pero no me dé una vueltica de turista'- murmura el pasajero.

Otros obligan a uno a incorporarse y amarrar su reposacabezas para no perder un detalle de las extravagantes anécdotas -a las que nunca les falta un toque de imaginación que origina su soledad-.
Y si se calla, insista:
- '¿Y ese bate?¿Han intentando matarle?¿Y no le da miedo trabajar de noche?¿Por qué no recoge a ese señor?
-'Porque mi última cicatriz solo tiene 4 meses', concluye, así desilusione al oyente.

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